Era una tarde de invierno. Yo me hallaba escuchando música electrónica relajante de un grupo llamado Daft Punk con mi ordenador con unos cascos de música. La tarde transcurría en su son, tranquilamente. Pero al pasar el tiempo, una sensación de hambre me sacudió. No era hambre excesiva, si no aquella con la que te tomarías un tentempié. Empecé a teorizar sobre que debía comprar y dónde quería ir a comprarlo. En mi pensar me apetecían unas galletas con pepitas de chocolate y unos dulces para acompañar el transcurso de dicha tarde. Así que cuando terminó la canción que estaba escuchando me dispuse a ir a mi habitación en búsqueda de dinero para pagarme dichos caprichos. Encontré el dinero escondido en el cajón de mi escritorio, lo dejaba ahí para que nadie en su sano juicio llegara a encontrarlo y yo disfrutara de mi banco particular.
Bajé las escaleras y fui hacia la puerta de la entrada de mi casa, no antes de coger un set de llaves. Abrí la puerta, pasé y la cerré con llave, no sea que entre algún ladrón en mi casa tan fácilmente y entonces, me dispuse a ir camino al quiosco donde tenían mi apetecer.
El quiosco no quedaba muy lejos, tan solo un par de calles más abajo de mi casa, pasada una plaza donde había un parque con columpios y toboganes. Cuando pasé por allí no vi más que niños con sus padres disfrutando de el tiempo libre de una tarde de invierno después de unas arduas horas de colegio. Me fijé que los niños eran muy inocentes, y no buscaban más que entretenerse una tarde más en su corta y feliz infancia.
Yo, a su vez, tenía mi pensar fijado en otros asuntos, pues había una chica en el colegio que me gustaba, y para ganarme su estima, quería acompañar las dulces conversaciones que tenía con ella con un detalle de mi persona, un regalo. Había muchas opciones que tener en cuenta, pues aunque hablaba a menudo con ella, no sabía exactamente que podría regalarle para ganarme su estima. Había pensado en un detallito, algo pequeño, que la pudiera acompañar siempre, como una pulsera o una bufanda para pasar ese frío invierno que vivía en mi pueblo para entonces.
El cielo estaba nublado, y las calles estaban vacías, exceptuando el parque, así que podía gozar de la tranquilidad requerida para meditar de mis asuntos personales. Pasado el parque, cambié de tema de pensamiento y dejé de pensar en qué podía regalarle a ella y me centré en que dulces quería para pasar esa tarde. Al final me decanté por unas pastillas efervescentes de sabores distintos.
Llegué al quiosco. Una puerta amarilla daba pié a un colorida habitación, dónde estaba todo aquello que la gente busca en un sitio así, desde libros hasta comida, ese quiosco tenía mucho inventario.
Me dispuse a buscar las galletas, que estaban en una estantería junto con otras cosas que uno desearía como tentenmpié, lo dulce y lo salado estaba mezclado, pero a mí poco me importaba. Las cogí, pues estaban al alcance de mi mano, a la altura de mi cabeza. Dirigí mi cabeza hacia el estante que custodiaba los dulces. Había muchos tipos de ellos, pero por mi mala suerte, no ví los que yo quería en aquel momento, así que me cambié rumbo y fuí hacia el tendero con intención de preguntarle si sabía donde estaban. El tendero era de mediana edad, con el pelo negro, ojos marrones y con una barba bien afeitada, ya lo conocía de otras veces al haber venido al local.
- ¿Perdone señor, que sabe donde están las pastillas efervescentes de sabores?
- ¿No hay allí dónde las golosinas?
- No las he encontrado cuando he buscado.
- Pues vamos a echarle una segunda ojeada.
- No encuentro las pastillas efervescentes que me pedistes. Se habrán agotado. ¿Quieres alguna otra golosina?
- No, gracias. Venía con las ideas claras, aunque me siento decepcionado.
- Otro día será amigo.
- Me lo he repensado y cogeré unas cuantas piezas de regaliz roja.
- Todas tuyas. -me dijo-. Ahí mismo tienes una bolsa de plástico para ponerlas.
- Gracias. -le dije-.
- ¿Ya está todo lo que necesitas? - me dijo el tendero-.
- Por supuestísimo.
- De acuerdo. -me respondió-.
Serán 3 daimons y medio.
Le entregué dicha cantidad y me despedí de él. Hice camino hasta mi casa, unos tres minutos de trayecto. No podía sacarme de la cabeza qué podía regalarle a la chica que me gustaba. El no tener claro que iba a regalarle me incomodaba, y mi perfeccionismo me implicaba que tenia que hacer el regalo perfecto.
Llegué a casa, y cuando estaba abriendo la puerta apareció mi hermana por el final de la callé, allá por donde mis ojos no tenían visibilidad y me saludó.
- ¡Hipócrito, Hipócrito!
- ¿Qué?
- ¿Qué traes? -me dijo con una sonrisa en la cara-.
- Un tentempié. Chuches y galletas de chocolate.
- ¿Me puedes dar una ''pega'' de regaliz?
- Claro.
- Aunque me hayas dado regaliz, podrías haberme traído un par de gusanos de goma. Ya sabes que me gustan y tal... - me dijo-.
- Es que solo pensé por mí. Pensé que llegarías más tarde.
Se hizo la hora de cenar.
- ¡Chicos, a cenar! -nos llamó mi madre-.
- Acercaos y me decís cuanta queréis.
- Hipócrito. - dijo mi padre-. ¿Es verdad que esta tarde has ido a comprar golosinas?.
- Si, es verdad .-asentí-.
- Pues podrías haber pensado en tu propia hermana.
- Lo sé, pero no caí en ello.
- Pues para la próxima: haz aquello que desearías que te hicieren a ti.